Después de algún tiempo en el limbo, parece que la adaptación de Ready Player One, la popular novela sobre distopía y videojuegos del norteamericano Ernest Cline por fin está en camino. Aprovechando la ocasión y el hecho de que pospuse su lectura durante demasiado tiempo, me di a la tarea de terminar el libro y dar una ojeada al fenómeno detrás de ella. ¿Mi veredicto? Una obra que, aunque en el fondo tiene tan poca sustancia como tus series favoritas de los 80, definitivamente ataca duro y a la cabeza a la fibra del verdadero fanboy. Además, es un testimonio lleno de fervor por la generación dorada del videojuego y el entretenimiento moderno que, en el fondo, no deja de sugerir que detrás de fenómenos ―al parecer― tan intrascendentes como el coleccionismo, la evasión y la nostalgia, hay una estética auténtica pero incomprendida.
¿De qué trata Ready Player One? La novela narra la historia de Wade Wyatts, un joven del año 2044 que vive la decadencia de la humanidad después de una depresión energética que condena a la civilización a un lento pero inevitable colapso. La escasez de energéticos provoca un fuerte aislamiento de las comunidades y la vida diaria está dominada por la falta de recursos, el desempleo, el caos, la desesperanza, la esclavitud voluntaria a manos de corporaciones y una marcada desigualdad. La sobrepoblación, la pobreza y la escasez de combustible y casas han creado pesadillas arquitectónicas como los llamados stacks, apilamientos de casas rodantes y cajas de tráiler fijas mediante armazones de acero y comunicados por andamios. Como contrapeso a la falta de energía para la interconexión real de la civilización (caminos, automóviles, transporte), la única fuente de comunicación está en las computadoras y, en concreto, en una poderosa simulación de realidad virtual llamada OASIS.
OASIS es una mezcla entre World of Warcraft y Matrix, un tipo de MMORPG de realidad virtual que comprende todo el planeta y mantiene en comunicación a millones de personas. OASIS está formado por miles de mundos simulados y puede tener los contenidos que desees: mundos cyberpunk, mundos de fantasía épica, mundos de época, de cualquier licencia (Star Wars, por ejemplo) o temática que desees. Sin embargo, OASIS no se limita al entretenimiento: es una herramienta de educación, y la mayoría de los niños, ante el prospecto de ir a una horrible escuela física llena de criminales, prefiere educarse en alguno de los salones virtuales del planeta Ludum, sin limitaciones de presupuesto ni materiales.
Wade Wyatts es uno de los miles de jóvenes que han pasado su vida en el ambiente sin esperanza de los stacks, cuyo gran interés es la tecnología y estudiar la vida y obra de James Halliday (1972-2039), el creador de OASIS. Halliday es un calco de los viejos visionarios cibernéticos y geek de los 70 y 80, una combinación de Steve Jobs, Gary Gygax y Richard Garriott. Inadaptado social y genio de la programación, Halliday estaba obsesionado con la cultura geek de su época (arcades, películas ochenteras, Dungeons & Dragons), y con el también informático y hombre de negocios, Ogdon Morrow, creó OASIS como una especie de legado para transmitir a la posteridad sus vivencias, ideales y gustos. A su muerte, Halliday deja un extraño testamento: existe un Easter Egg en OASIS, una serie de 3 llaves mágicas y 3 cuartos secretos. Quien sea lo bastante digno para encontrarlos y superar sus retos, heredará toda su fortuna y los derechos sobre OASIS, lo que equivale a decir sobre lo poco del mundo que todavía vale la pena.
Wade, como millones de jóvenes del futuro, es un gunter, un cazador del legado de Halliday que ve en él la posibilidad de escapar a la miseria. La clave se encuentra en el Almanaque de Anorak, el volumen en el que Halliday dejó todas sus enseñanzas, gustos personales y vida, que comprenden miles de elementos de trivia de la cultura pop ochentera (películas como Monty Python and the Holy Grail, Blade Runner, la trilogía de Indiana Jones, Brazil, Mad Max hasta ejemplares de mal cine y cursilería como Lady Hawke y Krull), y en especial de la cultura arcade clásica: Robotron, Defender, Pac-Man, Joust, Space Invaders o Black Tiger de Capcom. Todos los gunters están obsesionados con Halliday y conocen de memoria su vida y sus gustos, pero su búsqueda ha sido en vano. Por otro lado, el principal proveedor de Internet del mundo y corporación fascista y megalómana, Innovative Online Industries, busca el legado de Halliday a través de una división especial conformada por los apodados Sixers, que están dedicados a utilizar (sin escrúpulos) todos los recursos a su alcance para apoderarse de OASIS, cobrar cuotas en línea y convertirlo en una experiencia corporativa y privada. Esto implica tener completo control de los datos de los usuarios, contenidos y comunicaciones a escala global. Con la ayuda y rivalidad de amigos como Aech, Wade conocerá a gunters tan legendarios como la carismática Ar3mis o los hermanos japoneses Daito y Shoto y se enfrentará a Sorrento, el líder de los Sixers, para preservar la libertad del legado de Halliday.
Por supuesto, no les arruinaré la trama, pero el propósito del libro es ser lo que los alemanes llaman un Bildungsroman, una novela de formación. Es decir, no sólo es un coming of age story (como gustan decir los anglosajones), una historia de un protagonista que pasa de la inexperiencia a la madurez, sino que también implica ―mediante la figura de Halliday como mentor imaginario―, la formación de un gusto y de un ideario en el mundo posmoderno, en el que Dungeons & Dragons ha reemplazado a la Ilíada y tener un highscore denota a un héroe mítico. La novela enlaza perfectamente con los nerds contemporáneos porque expresa la idea de que la cultura geek es ―en el fondo― tan especializada y rica como la de cualquier período histórico, cargada de referencias y experiencias únicas. También presenta de manera muy curiosa la noción de nostalgia al enfrentarnos a gente que vive en un período histórico muy alejado del nuestro, pero que está obligada, por admiración (y por interés económico) a replicar la vida y los gustos de un obseso nerd de nuestro tiempo y encontrar en ello cierto sentido de superioridad, orgullo y esperanza.
Lo grande del libro es entretejer el poder icónico de las referencias geek para integrarlas con eficacia en el esquema clásico de la novela de aventuras: ser una Isla del Tesoro en la que el mapa de Billy Bones es un viejo manual de Dungeons & Dragons, la ordalía del héroe es una partida de Joust contra un Lich y la pistola de Chejov es un juego perfecto de Pac-Man. Este tipo de imágenes, unidas a simples formas de gratificación instantánea y absurda como convertirse en Ultraman, averiguar qué rayos es Spiderman japonés o saber que la nave del mejor gunter japonés es una reproducción del Bebop, son toda la magia del libro.
Sin embargo, Ready Player One es una obra un tanto desigual porque su verdadero tema o al menos su contexto (que explicaré a continuación) es pertinente e incluso profundo, pero su tratamiento a veces llega a ser tan superfluo, bobo y optimista como las cosas ochenteras a las que rinde homenaje. Es decir: héroes incomprendidos e infantiles que pueden desafiar al destino, despiadados villanos corporativos y antipáticos sin trascendencia alguna, una historia de amor ofensivamente ingenua y una forma literaria sacada de un blog. Sin embargo, la falta de profundidad de su concepción es un tipo de virtud en su calidad de literatura popular: el libro es divertido, apasionante, de fácil lectura, y que va duro y a la cabeza, al corazón y a la fibra del verdadero fanboy.
Como ocurre con toda obra pop de nuestra época que se dé a respetar, este libro no está hecho para pervivir sólo como palabras: es un mero soporte multimedial que lo mismo será un buen guión de cine que un buen cómic, una caricatura o un videojuego. Asume conscientemente la banalidad de la cultura popular para asemejarse a las obras camp que tanto venera, regresando a ellas con autoconciencia y autorreferencialidad. En ese sentido, Ready Player One es excelente siempre que no se le quiera someter a la injusticia de verlo como más que lo que quiere ser: porno nerd duro.
Los personajes de Cline viven una distopía pero, como ocurre en la literatura, es una mera extrapolación de las cualidades de nuestro presente. Como nuestro mundo, el año 2044 (un punto más o menos intermedio entre el 1984 de Orwell y el 2084 del arcade Robotron) es un período que declina. En nuestro caso, a la época dorada de la posmodernidad americana, los 80 y 90, llena de lujo y crecimiento constante, sucede una de crisis económica permanente: después del triunfalismo del "fin de la historia" ocurre una guerra de todos contra todos en la que ya no hay coordenadas ideológicas claras; a los Estados Unidos triunfalistas del mundo Reagan-Clinton ha sucedido una potencia estancada e impotente.
Algo similar ocurre con la cultura pop. Las películas anteriores a la época digital (Back to the Future, Star Wars, Robocop, Terminator) representan obsesiones de las que nuestro tiempo no puede liberarse (decenas de remakes y reboots de todo lo atestiguan), mientras esfuerzos más recientes (digamos, Avatar) han llegado a mucha más gente pero no dejan un legado de obsesión permanente. En todo caso, los críticos hablan de la era de la postimagen, la desaparición del soporte concreto de la imagen fílmica y su reemplazo por la digitalidad, que es reversible. Esto provoca que productos como The Lost Boys, donde todas las imágenes son el producto cuidado de un arreglo real y cuidadoso, conserven una fascinación muy difícil de explicar, mientras otros como la segunda trilogía de Star Wars, una pesadilla CGI, se desplomen en la obsolescencia.
En los videojuegos, un medio de avance constante, ocurre que la desaparición del soporte social real (el mundo del arcade, que implica no sólo ciertas características de juego y diseño, sino una estética y un ethos), consumada en Occidente por las consolas a fines de los 90, y la desaparición de los soportes físicos, en proceso hoy, han marcado la transición a una digitalidad pura en la que, sin embargo, la permanencia y el prestigio de tener un highscore (incluso local) en Defender o de coleccionar todos los juegos de NES, han sido (o serán) vedados para generaciones futuras: toda tu librería de Steam no equivale a nada más que una ventana con accesos directos en una interfaz genérica y nunca serás Steve Wiebe porque un equipo de 6 ciberatletas chinos y superhumanos es el campeón del mundo en tu MOBA globalizado favorito. Esta evanescencia del presente ha provocado una intensificación por la nostalgia: los formatos obsoletos, los objetos coleccionables y hasta los ejemplos del mal gaming se agigantan a la altura de obras clásicas para nuestro presente. El paraíso de los personajes de Cline son lounges cyberpunk arcade con réplicas virtuales de consolas viejas, mientras que el mundo obsesivo de Halliday se detiene en el tiempo para reproducir obsesivamente una habitación de los 80 tempranos con una copia de Dungeons of Daggorath para la TRS-80 Color Computer.
Una especie de decadentismo nostálgico
El resultado es una especie de decadentismo nostálgico. Con decadentismo me refiero a la búsqueda de lo exquisito, del placer como conocimiento, contrastada con una nula esperanza en las posibilidades del presente y de la realidad. El mundo de Wade es decadente no por la falta de combustible, el autoritarismo ni por estar obsesionado con el simulacro, sino por el hecho de estar hechizado por el pasado: con las posibilidades de crear películas en formato realidad virtual… ¿por qué rayos a alguien le interesaría The Goonies? Por tanto, Ready Player One no habla del futuro real, sino de una época como la nuestra, en la que las formas arcaicas de los 80 o 90 tempranos, como un gabinete arcade, siguen embrujándonos como fantasmas mientras nuestro presente, aunque emocionante, carece del esplendor misterioso al que los críticos de arte llaman "aura". Esto ha emergido recientemente mediante decenas de movimientos de nostalgia o recuperación irónico-festiva de esas décadas, llámese neo-eighties o vaporwave.
Ready Player One expresa esta obsesión, pero al final se evade de sus contradicciones al volver a conclusiones felices de la era reaganiana. Por supuesto, es un acto de ironía y de homenaje al material de sus obsesiones, pero también de resignación: en cierto modo, el libro involuciona hasta las formas ingenuas que venera como una debacle ante la incapacidad de superarlas. Lo que quiere decir que, en su reproducción póstuma, el mundo al que rinde culto muere definitivamente porque mata su característica esencial: la creencia en un futuro.
Ready Player One es, en resumen, una pieza de literatura pop muy disfrutable y hasta deslumbrante por su carácter omnívoro, su pandering descarado y el sentido de complicidad que logra crear con sus lectores, así como el crescendo inigualable de su primera parte. Sin embargo, le falta algo para llegar a formas de homenaje e ironía artística de auténticos mundos pulp como el spaguetti western, y es que hay algo entre los estereotipos reaganianos, el mal gusto geek y cierta miopía americana del autor (estereotipos tan burdos como Daito y Shoto) que disminuye a la novela una vez pasada su impresión inicial. Por otro lado, en el caso de la adaptación fílmica, preocupa un poco el asunto de las licencias: ¿se podrá reunir a Spiderman japonés, Mecha Godzilla, Pac-Man, Star Wars, Monty Python and the Holy Grail, War Games, por decir sólo algunos, muchas veces en reproducción directa del material original?
A pesar de mis críticas, recomiendo Ready Player One a todo el que tenga una fibra de nerd real en su cuerpo (o al menos esperar a la adaptación fílmica). Para el verdadero conocedor, el que sabe la superioridad infinita de un arcade de Williams sobre el vapor contemporáneo o el que intuye que Dungeons & Dragons podría ser el armazón de una utopía futura, es decir, cualquier individuo con una pasión genuina por las formas de ocio (sí, pero ¿qué es la cultura sino ocio glorificado?) más comprometedoras y auténticas de nuestro tiempo, podrá entregarse a los encantos de esta obra sin dudarlo.
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