Historia de un San Valentín

por {"src_avatar":"https:\/\/cl2.buscafs.com\/www.levelup.com\/public\/uploads\/images\/25743\/25743_64x64.jpg","nickname":"Veggie","user_name":"Veggie Popper","user_link":"\/usuario\/Veggie","posts":6529,"theme":"default","cover":false,"status":true}

I. Sex shop universitaria

No suelo celebrar el día de San Valentín, siempre ha sido una fecha indiferente para mí, con la excepción del año 2004. Sin embargo, después de cinco años, un reciente enamoramiento amenazó con ponerme en estado patético-depresivo que arruinaría mi fin de semana, de no ser porque unos días antes, de la noche a la mañana, me curé y el cínico e insensible al amor Jonathan Vega regresó. Ya me extrañaba, sin duda.

Este retorno al buen camino me permitió, una vez más, percibir desde una perspectiva fría los festejos sanvalentinianos de este año. Comenzando el viernes 13. Por un lado, el día de la semana atrajo a montones de chistosos haciendo bromas al respecto, y claro, esperando ver el remake de la clásica película de terror Viernes 13. Por el otro lado, mis compañeros se besaban en clase y algunas muchachas consideradas regalaron paletas de caramelo. Lástima que no me gustan esos dulces. Hubiera preferido un chocolate, pero uno no siempre obtiene lo que quiere. De cualquier modo, el no tener novia y que mis amigos estuvieran en clase, trabajando o saliendo con sus propias parejas me puso en una acomodada situación económica: no tenía qué hacer, no tenía a quién dar un obsequio. Así que me ingerí por la boca todo mi dinero.

Uno de mis maestros no acudió a clases. Jamás supe si ello se debió a que aprovechó el día para irse a festejar o si de verdad algo le orilló a ausentarse del salón de clases donde tan pacientemente le esperábamos (y no fue sarcasmo, llegué corriendo a la Facultad sólo para enterarme que no había clase).

De modo que mi amigo Alejandro y yo nos quedamos sin nada que hacer. Le acompañé a la mesa de firmas donde buscamos los horarios de algunos profesores. No era por motivos académicos: él quería saber en qué aulas una amiga suya tendría clases para “casualmente encontrársela” y aprovechar el casual encuentro para invitarla a salir el sábado. Lección de san Valentín número 743: si quieres ligar, debes llevar una estrategia preparada.

Nos tomó bastante dar con los nombres de sus maestros en una lista de varios cientos (podría aventurarme a decir que superaba los mil); jamás me había fijado en lo numeroso del profesorado de la Facultad de Derecho. Pero una vez que lo conseguimos, mi feliz amigo y yo fuimos a las Islas a ver qué desmadre había allí, pues desde donde nos encontrábamos se vislumbraban carpas y el rumor de música interpretada en vivo llegaba a nuestros oídos.

El entertainer que relataba sus piezas, guitarra de palo en mano, era nada más y nada menos que El Mastuerzo, aunque dicho sea de paso, su comportamiento tan tranquilo y pulcro, así como sus canciones más bien trovadorescas y románticas (claro, estábamos celebrando al amor, you idiot!) contrastaban con su típica actitud desmadrosa e irreverente que lo hizo legendario en Botellita de Jérez. De hecho, ni Alex ni yo lo reconocimos sino hasta que alguien más hizo la mención. ¿Qué te hicieron, Mastuezo? ¿Cuándo te pasteurizaron? ¿O es que la edad ya te pegó y te dio el viejazo? A pesar de todo, no tengo nada contra la trova y por ahí interpretó una canción llamada “Prohibido”, sobre el movimiento zapatista, que me hizo pensar que, a pesar de todo, quizá todavía tenía un poco de conciencia social (pero hasta allí, porque a estas alturas el zapatismo ya no es ni rebelde ni snob).

Mientras el buen hombre continuaba su show, mi acompañante (qué marica se leyó eso, Alejandro me matará si lo lee… afortunadamente no lo hará) y yo fuimos a ver qué vendían en los stands bajo las lonas. En cuanto pusimos un pie, señoritas (y no tan señoritas) nos inundaron con volantes que portaban titulares del tipo “escoge con cuidado” (vaya juego de palabras tan original), trípticos con información sobre instituciones de ayuda a adolescentes (creí que los universitarios éramos adultos; vaya, qué bueno que no soy el único veinteañero que juega a ser puberto) con problemas de embarazo no deseado, alcoholismo (¿?), y otras linduras. Algunos de estos panfletos mostraban un diseño por demás curioso que bien vale la pena el reconocimiento. Fue por eso mismo que Alejandro y yo conservamos algunos de los papeles que nos dieron, si bien para estos momentos ya se perdieron en algún lugar bajo mi cama.

En otros puestos nos regalaron muchos condones (no, no los usaré como globos para hacer bromas bobaliconas, ya soy grande y debo darles otro uso. Sólo espero no caduquen pronto, jeje…) mientras un vendedor nos ofrecía juguetes sexuales y paletas de chocolate con forma de pene. El chocolate aparentemente era de buena calidad, por lo que no niego que se me antojó una paleta. Pero considerando su “exótica” forma supuse que sería carísima y resolví comprarme un chocolate barato en el metro más tarde. Además, definitivamente me vería extraño chupando una paleta con esa figura. Claro que la imagen en mi mente era hilarante, pero mi economía es prioridad.

Finalmente me dieron un volante que anunciaba un evento llamado “Bésame mucho”, que se celebraría al día siguiente en el Zócalo capitalino, a las 15 horas, con el objeto de romper el record mundial del mayor beso masivo. ¡Caramba! Puras ideas geniales se nos ocurren a los mexicanos. Por eso siempre arrasamos en los premios Nobel.

De cualquier modo, con las Islas convertidas en una sex shop de baja calidad (al pobre Mastuerzo no lo pelaron mucho), ¿qué podría ser más denigrante ya? Tomé la _________________ (inserte aquí el calificativo que más le plazca) decisión de presentarme al día siguiente en calidad de “reportero” al evento para verlo con mis propios ojos (hay cosas tan estúpidas que sólo puede uno creer presenciándolas por sí mismo) y emitir mi crítica siempre constructiva.

¡Mierda! El tiempo había pasado, y era ya hora de mi siguiente clase. Alejandro y yo nos despedimos y cada quien se dirigió a su respectivo salón de clases. A la salida, me acabé mi dinero en comida y no lo lamento. Barriga llena, corazón contento, y es que, ¿no es el corazón el más característico signo del amor? Ya en el gimnasio quemaría las calorías extra. Un buen viernes, por muy bizarro que haya sido.


II. El besódromo

Sábado 14 de febrero de 2009. El día pesado. Tránsito insoportable, el peor día para salir. No sé si fui un aventurado o un idiota por lanzarme a atravesar la ciudad en un día así y para acudir a un evento que ni siquiera me interesaba.

La situación en la Plaza de la Constitución, una vez que me encontré allí, fue de lo más jocosa: empleados del gobierno del DF vestidos como angelitos (creo que la palabra es “ángeles”, pero debemos ir acorde con la miel derramada ese día, ¿a que no?) portando letreros de “se regalan abrazos y besos”. Había entre ellos, no lo niego, algunas muchachas de muy buen ver, pero me dio asquito besar una mejilla que cientos de personas ya habrían besado tan solo esa tarde, y tanta saliva no va conmigo (ya soy demasiado baboso como para pegarme las babas de los demás). Pero lo más divertido del asunto fue lo que ya muchos suponíamos: los montones de fracasados que, urgidos por un beso, atendieron al evento sin compañía, con la firme intención de encontrar en este día al amor de su vida, o simplemente, ligar a alguien y dar a sus bocas un poco de alimento carnal.

Sujetos de entre 15 y 20 años llevaban improvisados letreros que decían “se busca chava para el beso”. La mayoría estaban más feos que yo, lo cual ya es un decir. Ahora entiendo por qué tuvieron que recurrir a tan original técnica de cortejo. Quien sí me sorprendió fue una chica de unos 17-18 años, preciosa, con un pedazo de papel en su pecho, el cual decía una frase similar a las de sus contrapartes masculinas. Me sorprendió en verdad que alguien así llegara sin pareja. “Tal vez sólo vino a burlarse de los pobres idiotas que se le propusieran. Quizás hasta haga un conteo de ellos al final”, fue lo único que pude concebir para explicar la soledad de esa chava. Considerando que para mí también todo esto era una burla, decidí lanzarme a hacer la pregunta mágica y ver su estilo para rechazar a la gente (a ello, por supuesto, debemos añadir mi fijación por las menores de edad). “Estás muy grande, amigo”, obtuve por respuesta. Sonreí y le deseé suerte en su búsqueda.

Mierda, ¿de verdad me veo tan viejo? Puedo tolerar que me llamen gordo, feo, idiota o calvo, pero no puedo soportar que me llamen viejo. Definitivamente tengo que curarme este síndrome de Peter Pan. Me dejaré la barba y cortaré mi cabello para asumir mi edad. Sniff.

Aun así, el comentario de la niña me causó gracia de todas formas: su expresión, una mezcla de “realmente lo lamento” con un “vete al carajo, pobre idiota” me pareció mágico. También me provocó cierta satisfacción: hace tres meses mi timidez no me hubiera permitido atreverme a decirle algo así a una mujer. Estoy evolucionando.

Artistillas de bajo presupuesto cantaban canciones horriblemente cursis y reporteros de programas de chismes entrevistaban a los asistentes. No entiendo cómo es que se dejaban entrevistar, yo hubiera huido despavorido de las cámaras antes que me hicieran preguntas estúpidas del tipo “¿quieres mucho a tu novia?”, “¿cómo es tu forma de besar?” o “¿crees que rompamos el record?”. Para mi buena suerte, el verme sin más compañía que mi propia sombra (que tampoco era mucha, el sol era insoportable y los lugares oscuros eran escasos) los orilló a mantenerse alejados de mí. Lo más ridículo del ambiente reporteril (del que me desafano por completo, esto lo escribo de manera independiente) fue una tipa que reconocí de algún programa de televisión pero cuyo nombre no puedo recordar. Ella entrevistaba a un sujeto bastante atractivo, de apariencia musculosa y con una muy masculina barba corta, bien delineada, y alguien sugirió que, con motivo de la celebración, se besaran ellos dos. A pesar de que el tipo era, insisto, bastante guapo, y que ella era una gorda cuarentona (o cincuentona quizás) bastante fea (o sea que se iba a ir rayada), él no dudó en plantarle el beso (eso es lo que yo llamo valentía y no mamadas), pero fue ella la que se resistió (¡claro! Está tan hermosa que, ¿cómo rebajarse a besar a un sujeto de esa calaña?), y cada que él acercaba sus labios a los de ella, la ruca se echaba hacia atrás en el último momento. Observé el suceso durante casi media hora, partido de la risa al inicio; después me harté. Pinche vieja cotizada. No sé si al final le dio el beso o no, cuando lo pasen en la tele ustedes me dicen (el hombre en cuestión llevaba una playera blanca con franjas horizontales de color gris, y usaba muletas, para que lo reconozcan, ¿vale?).

Un tipo ataviado en un traje blanco que envidié con toda saña (al traje, no al tipo) se subió al escenario a cantar románticas piezas de jazz para deleitar e inspirar al respetable. Lejos de inspirarme romanticismo, me puse a brincotear cuando interpretó una curiosísima versión de Crazy Little Thing Called Love de Queen. Al hacerlo, pasé dos metros cerca de una señora que me miró con asco y me espetó: “¡Fíjate, casi me pegas!”. La ignoré, pero supe que ya había permanecido yo mucho tiempo ahí, así que me marché.

La cita para el mega-beso era a las 3 de la tarde, pero a las 5 el llamado Zócalo continuaba vacío. Supuse que no alcanzarían el quórum necesario para batir el mentado record y me fui de ahí pensando en lo idiota que todo eso fue. ¿Cuánto dinero habrán tirado a la basura en el proceso? No sé, pero supongo que gracias a este “histórico record cervecero”, una escuela se quedó sin computadoras o una calle sin alumbrado público. Que se jodan los jodidos, siempre lo he dicho.

Me reuní con mi amiga Ingrid y su amigo Gus. Nos fuimos a comer pizza en la calle y la pasamos genial, haciendo estupideces en Bellas Artes. Nadie besó a nadie, sólo bromeamos manchadamente como buenos amigos. Así es como deberían celebrarse todos los días de San Valentín. Mejor aun, así deberían ser todos lo días del año

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