Cuando miro hacia atrás en mi vida, en la búsqueda de hacer recuentos o simplemente volver a vivir momentos que se fueron pero dejaron huella, me doy cuenta de la gran cantidad de veces que mis acciones se han visto envueltas por el miedo. Pueden ser momentos felices o situaciones trágicas, pero siempre hay una sombra tejida por los temores que se encarga de filtrar lo que pasa en mi vida.
Viene a mi mente el recuerdo de una visita en secundaria al pueblo mágico de Taxco, que sería una de las últimas oportunidades que tendría para estar cerca de uno de mis primeros amores —no correspondidos— y que, poniéndolo frente al cristal sobre el que ahora reflexiono, es un gran ejemplo de esa situación: yo tratando de estar cerca de ella, pero no tanto para no asustarla; y después abrazarla con desesperación al despedirnos en el transporte, pero sin decir nada porque no quería destruir la posibilidad de que algún día estuviéramos juntos. Pero nada pasó.
Y los recuerdos poco a poco se alinean con esta nueva forma de interpretarlos: la elección de mi carrera, el no estudiar la misma en otro lugar, el haber permanecido tanto tiempo en una relación en la que no se me daba mi lugar, las amistades inconvenientes y los amoríos no consumados. Siempre hay un elemento interesante que forma parte de todo ellos: un miedo pulsante, que ataca desde mi nuca y me invita con violencia a no arriesgar, a no buscar caminos que podrían no llevar a ningún lado.
Aún así, no podría decir que ha sido un obstáculo. Mis primeros 25 años de vida han sido suaves como la seda. Estudié con éxito, me gradué con honores y comencé una buena carrera profesional sin encontrar muchos inconvenientes. Algo debe haber sobre privilegios, es innegable, pero la parte de escoger los caminos más seguros ha estado patrocinada en gran medida por ese impulso de terror que me empuja a hacer o no hacer según mi salud o estabilidad pueda verde afectada.
La cuestión es que, cuando los caminos seguros se terminan, ese miedo no parece ayudar. Hace más complicado el arriesgarse, la búsqueda de opciones que podrían no llevar al éxito, invita a no lanzarse hacia una irremediable espiral que, dependiendo de la suerte, podría tener un desenlace penoso o un final repleto de gloria. A ese miedo no le gusta la incertidumbre, ni se siente cómodo en situación fuera de su control. Y es, además, muy fuerte como para intentar detenerlo del todo. El instinto de supervivencia es fuerte y le gusta imponerse.
Tal vez por eso resulta tan complicado salir de lo que, en la actualidad, se llama "zona de confort". Y estoy seguro de que ese temorcillo subrepticio está detrás de las campañas mentales sosteniendo el argumento de que no es tan malo mantenerse en esta vilipendiada zona. Lo peor en esta situación es que me pongo de su lado: tal vez hay que dejar que la vida pase porque, ¿Haber vivido sin confort es en realidad haber tenido una buena vida? Quizá es mejor no pensar tanto en ello y dejarnos llevar por la corriente.
Siempre y cuando sepamos a dónde lleva.
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